El hombre de Newfoundland (2/4)

  Aguirre, Jabier
Ilustraciones realizadas por Javier Ruisánchez García, licenciado en Restauración y Conservación de Pintura y Escultura por la Universidad de País Vasco (UPV) y profesor de Comunicación Gráfica e Ilustración en la Escuela de Arte de Valladolid. Ganador de la Bienal de Florencia. Éstas formaron parte de la exposición Llanes y las ballenas (Julio 2015-Enero 2016) organizada por el Excmo Ayuntamiento de Llanes, de la que fue comisario el periodista y gestor cultural Higinio del Río Pérez.

Permaneció oculto varios días sin comer ni beber pero sabía que era cuestión de tiempo que le localizasen así que finalmente tomó la determinación de entregarse aún a riesgo de que le abandonasen en alguna isla de la travesía en el mejor de los casos.

Peter se descubrió preguntando por el capitán con el arpón alzado. Aquellos hombres le miraron con cierto desaire e incredulidad, conseguían entender a duras penas algunas palabras gracias al tiempo que compartían en Newfounland y que les permitía entenderse en cierta manera. Peter fue llevado a empujones hasta el camarote del capitán y armador del barco, de nombre Pedro Sanmartín Arriategi que le miró con cierta preocupación. Por suerte para Peter, su fama le precedía por lo que era conocido y respetado por la mayoría de las tripulaciones, lo que evitó que su viaje hubiera sido un calvario ya que ningún capitán sacrificaría los recursos dispuestos para su tripulación por ningún polizón. Peter era consciente de la situación y lo primero que dijo fue ‘ i´ll work hard ‘ consciente de que esa oferta de arduo trabajo era su única manera de ganarse el pasaje y justificar su presencia a bordo. Por suerte para él, la tripulación conseguía entender sus explicaciones en inglés a pesar de hablar su idioma nativo entre ellos - un extraño y antiguo lenguaje sin raíces determinadas de origen vascón, un pueblo ubicado al norte del Reino de España con cultura y lenguaje propio, de origen ancestral – mezclado en ocasiones con lenguaje español que Peter alcanzaba a interpretar. Así, utilizando una mezcolanza de inglés y español, conseguían comunicarse.

Mientras el San Juan surcaba ágilmente las aguas del océano Atlántico, Peter cumplía con sus recién adquiridas obligaciones, trabajando arduamente en las labores diarias de mantenimiento del buque.


Ilustración. Javier Ruisánchez García

Cierto día de calma, atisbaron un bálano de atunes rojos gigantes persiguiendo a pequeños peces pelágicos que les servían de alimento. Mientras la tripulación discurría como poder capturar alguno de aquellos gigantes de más de 200 kg. Peter preparaba y afilaba un pequeño arponcete de los que se utilizaban para rematar y desangrar a los grandes cetáceos una vez dominados y que la tripulación denominaba con aquel nombre que tanto le costaba pronunciar, txabolina. Aquel arponcete era más ligero y rápido así que Peter pretendía capturar alguno de aquellos grandes y excepcionalmente veloces atunes que supondrían una valiosa fuente de sabroso pescado.

Los grandes atunes eran demasiado veloces, con continuos y erráticos cambios en su ágil natación persiguiendo a los pequeños peces que presa del pánico saltaban sobre la superficie en un vano intento de zafarse de sus voraces depredadores, lo que hizo que el cansancio de los continuos arponazos fallidos hicieran mella en él. Peter no era de los que cejaban en su empeño, se tomó un breve descanso y observo los movimientos de los atunes en su frenesí devorador y entre ellos se fijo en los que parecían más excitados. Dedicó un buen rato a seguir a un par de especímenes mientras sostenía el arponcete listo para lanzar, respiró profundamente con la mirada fija en el animal y con una fuerza impensable para un muchacho de apenas 19 años de edad lanzó aquel arponcete. Un borbotón de sangre brotó del animal seguido de un brusco e infructuoso tirón en un último esfuerzo por alcanzar la profundidad salvadora. La maniobra del atún resultó inútil, el arponcete le había malherido y en pocos minutos era izado a una chalupa que se botó para recoger el inmenso pez. Aquel fue un día especial en el San Juan. El gran atún aportó una agradable variedad en la dieta pero supuso, además, la carta de presentación como arponero por parte de Peter. La tripulación hablaba impresionada de la hazaña.

Continuó la travesía sin mayores contratiempos que los avatares propios de una navegación transoceánica, con días calmos y otros tormentosos en los que Peter aún fue capaz de arponear unos cuantos atunes más, que se secaban y se salaban para su posterior consumo o se guardaban directamente en la gambuza de proa compartiendo espacio con el resto de las provisiones para su inmediato consumo.

Cierto día y tras muchos días de navegación, el piloto acertó a avistar tierra. Peter no sabía con certeza donde se encontraba pues jamás había navegado tanta distancia seguida. Los marineros llamaban a aquella tierra Finisterre y, por lo que pudo entender, era parte de la costa noroeste del reino de España. A partir de entonces la navegación se tornó costera resultando más sencilla y segura. Se respiraba más tranquilidad y alegría a bordo del barco por la proximidad del puerto de destino, además, la tripulación estaba próxima a reunirse con su gente tras largos meses de ausencia. Pero a Peter le surgía la incertidumbre sobre su destino inmediato. Solo conocía la pesca de la ballena. No se podía imaginar cualquier otra dedicación, ni la posibilidad de vivir alejado del mar, lo amaba demasiado….

Aquella brumosa mañana el barco enfiló una tranquila ensenada mientras la alegría se mostraba en los curtidos rostros de aquellos hombres, estaban a punto de llegar a tierra tras meses de ardua y peligrosa campaña de caza de ballenas.


Ilustración. Javier Ruisánchez García

Mientras el sol se alzaba tímidamente por detrás de las colinas que rodeaban aquella ensenada disipando la niebla con presteza, Peter pudo reconocer un desagradable olor que se hacía felizmente familiar. En la playa alcanzaba a reconocer los hornos utilizados para fundir grasa de ballena. Una sonrisa se dibujó en el rostro de Peter al comprobar que , como tantas veces había oído en Newfoundland, aquel pueblo se dedicaba a la caza de la ballena autóctona. El capitán ofreció cobijo temporal a Peter. Aquel pequeño pueblo estaba cerca de la ruta marítima hacia Francia lo que suponía que, en cierta manera, le podrían identificar y perseguir. A pesar del riesgo, la posibilidad se presentaba muy remota y sobre todo le entusiasmaba la posibilidad de seguir cazando ballenas.

Pasaron los meses mientras Peter aprendía el idioma y las costumbres locales no con poco esfuerzo. El idioma le resultaba difícil pero gran parte de la gente entendía español, con lo que se conseguía comunicar cada vez con menor dificultad.

Construyó una pequeña vivienda cerca del puerto y salía a faenar en una pequeña barca en busca de diferentes capturas que le permitían sobrevivir mientras esperaban con ansiedad la llegada del invierno - época en la cual se acercaban las ballenas autóctonas – con la esperanza de enrolarse en alguna tripulación que le permitiese ejercer como arponero.

A medida que transcurrían las estaciones, la tensión se hacía patente en aquellas gentes que esperaban la llegada de las ballenas y se ultimaban los preparativos, afilando arpones, repasando embarcaciones y preparando las atalayas para los atalayeros que se encargaban de avistar los cetáceos y de comunicarlo al pueblo.

Para Peter significaba una nueva forma de vida ya que aquella forma de cazar las ballenas le era completamente extraña. Durante 24 horas al día, se alternaban vigías en un promontorio cercano oteando el horizonte con la esperanza de ver el chorro que delatase la presencia de alguna ballena en la lejanía. Una vez vista, era crucial la rapidez en el aviso ya que se competía con los pueblos vecinos por llegar antes que ellos hasta el cetáceo puesto que quien primero lo arponeaba se hacía con la pieza. Así pues, se embarcaban 6 remeros en unas embarcaciones ligeras movidas a remo – denominadas traineras - que contaban con un séptimo tripulante - o patrón - encargado de animar y gobernar aquella pequeña embarcación guiándola hasta las ballenas en el menor tiempo posible al que había que sumar un octavo tripulante - y quizá el más importante – que era el arponero, justo el puesto al que Peter aspiraba. Una vez arponeada la ballena, otras traineras más lentas apoyaban a la primera para rematar al animal y ayudar en su traslado hasta la ensenada donde se procedía hasta su izado – ayudados por las pleamares - hasta la zona donde se despedazaban, se procedía a fundir la grasa para obtener el aceite o saín y a aprovechar todas y cada una de sus partes.

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